Conservatorios entre tradición y vanguardia * ensayo sobre educación musical, de Juan Maria Solare
Conservatorios entre tradición y vanguardia
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Juan María Solare composer & pianist
Juan Maria Solare - composer and pianist. Foto: Lea Dietrich
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Conservatorios entre tradición y vanguardia

por

Juan María Solare

(Bremen, 26 de junio de 2013)

( Escrito por sugerencia de Diego Prigollini )
Juan María Solare

Primera versión: Bremen, 26 de junio de 2013.
Conservatorios entre tradición y vanguardia
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Considero que cualquier reflexión acerca de la función de los Conservatorios de música a partir del siglo XXI -y en realidad ya antes, pero llegamos tarde- debería partir del pensamiento atribuido a Gustav Mahler: "La tradición no es la veneración de las cenizas, sino la transmisión del fuego" ("Tradition ist nicht die Anbetung der Asche, sondern die Weitergabe des Feuers"[1]). El pensamiento tiene cierta faceta conciliadora (no propone la destrucción masiva del pasado), aunque tampoco es conformista.

Una discusión basada en la etimología de la palabra "Conservatorio", es decir, en tanto institución destinada a conservar -preservar, resguardar- los logros musicales alcanzados durante siglos, es por lo menos naive, si no superficial y malintencionada. Me referiré aquí, en general, a las maneras eficientes de educar musicalmente, de transmitir una posición activa respecto al hecho de hacer música (en contraposición a la actitud comparativamente pasiva de recibirla).

 

Al nivel de la discusión lexicográfica, sin embargo, merece recordarse marginalmente la sugerencia de Karlheinz Stockhausen de reemplazar la palabra "Konservatorium" por "Exploratorium".

 

La crítica que tradicionalmente se hace a las instituciones de educación musical es que ponen el acento en lograr que el estudiante esté en condiciones de repetir logros del pasado: tocar una obra de Chopin, dirigir una sinfonía de Schumann o componer una sonata. (Esto último es particularmente irónico, pues un compositor en ciernes debiera ocuparse más bien en hallar su propia voz más que en imitar voces ajenas - y en este sentido no es más moderno imitar a Gérard Grisey que a Palestrina.) Tal crítica es justa pero parcial, y las alternativas no son mejores.

 

Ideal sería, en esta línea de crítica, adiestrar a alguien no ya para que descubra por sí mismo cómo digitar una escala (lo cual equivale a redescubrir la pólvora, es decir, a invertir -dilapidar- tiempo, energías y recursos en reinventar algo cuya eficacia ya está probada por centurias de experiencia instrumental acumulada), sino cómo encauzar el estreno de una obra nueva, desconocida, con pocas o nulas referencias previas. Es decir, cómo partir virtualmente de cero.

 

Pero esto requiere una precondición: instrumentistas interesados en estrenar obras, en enfrentar repertorio nuevo. Y aquí puede (tacho: suele) haber resistencia; no por parte de los docentes sino de los estudiantes. (No pretendo aquí repartir culpas, sino enumerar hechos y derivar consecuencias. La culpa no me interesa, además, ¿qué castigo conllevaría?) No todo estudiante de instrumento está interesado en estrenar una obra o trabajar codo a codo con una compositora. Ni tiene por qué hacerlo, aunque personalmente considero[2] que estrenar una obra plantea situaciones y problemas de índole muy distinta a la ejecución de una obra preexistente - problemas cuya superación harán crecer al instrumentista (neófito o profesional), le harán alcanzar aptitudes que podrá luego trasladar al repertorio en que prefiera especializarse.

 

Aquí se dividen las aguas por grupo instrumental. En mi experiencia, percusionistas y saxofonistas suelen ser más abiertos al repertorio nuevo y a realizar estrenos, y son quienes más suelen tomar la iniciativa en el momento de pedir la composición de obras. ¿Acaso porque su propio instrumento es relativamente nuevo en la música clásica y no existe tal masa de obras de calidad como la hay para otros instrumentos? ¿Acaso porque la enorme diversidad de los instrumentos de percusión acostumbra a sus ejecutantes a no devocionar un estilo único y los fuerza a la no-especialización?

 

Los menos interesados en realizar estrenos suelen ser los instrumentistas de cuerda. Hay excepciones, por supuesto, pero particularmente los pequeños ensambles, digamos los cuartetos de cuerda, priorizan la ejecución de repertorio clásico. Seguramente por razones intramusicales (es más eficiente trabajar aspectos elementales -como la afinación- con obras de Mozart que con Lachenmann) y extramusicales pero que también cuentan (hay más público dispuesto a pagar la entrada y quedarse hasta el final del concierto si van a oir Mozart que si los espera Lachenmann). Este no es un criterio de calidad, es una mera consideración estadística.

 

Los pianistas estamos aproximadamente en el centro: a la mayoría no le molesta realizar un estreno de cuando en cuando, aunque no todos los pianistas tomarán la iniciativa para hacerlo.

 

¿La causa? Acaso porque, en un alto grado, el repertorio pianístico contemporáneo usa una técnica pianística tradicional, no posterior al Impresionismo. Es decir, un pianista cebado en Liszt y Debussy no hallará escollos técnicos de índole radicalmente nueva al encarar, por ejemplo, las 12 Notations de Pierre Boulez o Herma de Xenakis. Sí, por supuesto, en lo que se refiere al lenguaje musical, pero no en la manera de mover los dedos, y apenas en la manera de armar la interpretación de la obra, su dramaturgia. Cambios radicales en la técnica de tocar el piano habrá habido dos o tres durante el siglo XX (Debussy, acaso Bartók, Ligeti). Insisto en que no me refiero al lenguaje musical (en esto sí que ha habido cambios enormes), ni tampoco a ciertas grafías contemporáneas, que son la manera de transmitir el pensamiento musical pero que no son el pensamiento musical (mucho Cage, algún Stockhausen), sino estrictamente a la técnica muscular (y, en el caso de Ligeti, a la altísima disociación necesaria, más una facultad cognitiva que muscular).

 

Un caso aparte es todo ese maravilloso mundo del inside piano: tocar en el interior del instrumento, produciendo armónicos (rozando la cuerda en el nodo correspondiente), pellizcando las cuerdas con la yema, la uña o un plectro, frotándolas con las cerdas usadas de un violín, y un largo etcétera. Esta sí que es una renovación técnica de fondo, y precisamente éste es un terreno en el que a no todo pianista le interesa entrar. Es incluso defendible pensar que la técnica involucrada es tan diferente que se trata en realidad de otro instrumento.

 

La idea del inside piano puede generalizarse: casi todos los instrumentos orquestales (más la voz humana, la guitarra y el órgano) han desarrollado unas técnicas extendidas (o expandidas) en los últimos 50 años, como muy tarde durante la década de 1960. ¿Dije 50 años? ¿A partir de cuándo se considera que estas técnicas son parte de esos conocimientos del pasado que hay que conservar?

 

Nuevamente, mi opinión personal es que, una vez que se ha conocido las técnicas extendidas, la "periferia" de un instrumento, se tocará el repertorio "central" con una mayor profundidad y un conocimiento subterráneo más fundamentado, mejor contextualizado. E incluso, concretamente, con una técnica más pulida: imagínense que un cellista toca una obra contemporánea donde se requiere el control graduado del vibrato en una escala entre 3 y 9 ciclos por segundo[3]. Luego, al afrontar repertorio clásico, habrá ganado un fino control más certero y consciente de los grados de vibrato (no meramente "con" y "sin"), que podrá aplicar en otros contextos.

 

Me demoré en estos ejemplos para mostrar que si hay en las instituciones educativas interés en una aproximación conservadora se debe a que hay suficientes clientes (alumnos y sus familiares) para tal aproximación, por un lado, y pocos docentes interesados en otra cosa (o capacitados para ella).

 

¿Cómo surge, cómo se genera la atmósfera de conservadurismo? Una respuesta se relaciona con el tamaño de la institución. Cuando ésta es relativamente pequeña, los profesores se conocen personalmente, la comunicación es más directa y las decisiones -los cambios- pueden tomarse con rapidez. Cuando la institución va creciendo, llega un punto en el cual dos colegas acaso no se vean más de una vez al año, y tangencialmente. Surge entonces, para evitar el caos, la necesidad de coordinar planes de estudios que sean independientes de las personas concretas que los aplicarán; surgen conceptos tales como objetivos pedagógicos generales, programas de estudio o contenidos mínimos. Y surge la necesidad de un marco robusto en el cual se pueda confiar. Así se puede garantizar además cierta transparencia -determinar si un docente determinado cumple con su labor-, aunque en nombre de la transparencia es que se cometen las mayores arbitrariedades.

 

Fácilmente este marco fiable ofrece confianza, pero demanda fe. Exige que crean en él sin ponerlo en cuestión a diario. Una fe casi religiosa. Al llegar a este punto, se abre la puerta al conservadurismo, a mantener un statu quo, porque las estructuras (cualesquiera ellas) difícilmente cambien con tanta flexibilidad como las motivaciones de los individuos. Dicho de otro modo: un docente puede (si quiere, o si las circunstancias lo requieren) cambiar su aproximación, su manera de enseñar o sus contenidos año a año, mes a mes, clase a clase. Un plan pedagógico general, por definición, no puede, pues sólo generaría confusión: se espera de un plan institucional una cierta continuidad, se espera que brinde cierta estabilidad y predictibilidad. Este primer contraste (en la velocidad de crecimiento, de cambio, entre instituciones e individuos) puede conducir a la inmovilidad, al estatismo (condición de estático). Un marco estable genera claridad, pero también estancamiento. Y cuando más grande es la institución, más resistente al cambio.

 

Es una evolución natural e inevitable, porque los estudiantes -con todo derecho- también quieren saber qué se espera de ellos. Este es, sin embargo, el inocente primer paso que aleja a los estudiantes de la vital necesidad de tomar conciencia de qué esperan ellos de sí mismos.

 

Si el tamaño de la institución es un primer factor de posible estancamiento, su edad es otro. Cuanto más tiempo se estén haciendo las cosas de determinada manera, y particularmente si los resultados son positivos, menor es la necesidad de cambio (y mayor el peligro de que la enseñanza quede descontextualizada). Esto ocurre también a nivel personal, no sólo institucional: una persona (o una institución educativa) toma determinada decisión, cualquiera. Sus decisiones posteriores tenderán a mantener coherencia con decisiones anteriores (a esto denominamos "línea de conducta", y nadie quiere ser acusado de incongruencia). Y cada vez que se quiere ser coherente con decisiones del pasado se pone en juego la flexibilidad - la capacidad de reaccionar ante el asombro.

 

No obstante, la situación educativa diametralmente opuesta -el autodidactismo- tampoco parece una respuesta satisfactoria. Un alumno que, tanteando, arme (por ejemplo) su propio plan de lecturas, seguramente omitirá aspectos fundamentales en su educación y dejará huecos grandes en su formación. Por inadvertencia, no por maldad, autosabotaje ni pereza. El marco institucional y el programa de estudios garantizan cierta completitud en el "menú", o mejor dicho en la "dieta".

 

¿Cómo puede, entonces, dentro de un marco institucional (Conservatorio o como se llame) evitarse ese estancamiento que se manifiesta en un desmedido apego a la tradición? Generando o permitiendo posibilidades. El marco educativo equivale a arar la tierra - y ni un paso más. Permitir que cada docente siembre sus semillas en el espacio y momento adecuado (y eventualmente supervisar que realmente lo haga). El espacio educativo es -en este sentido- invisible, porque si se torna demasiado visible -importante, presente- estaremos perdiendo tiempo, energía y recursos en replantear constantemente las condiciones-marco de trabajo en lugar de hacer el trabajo en sí: educar.

 

Para no parecer demasiado dogmático, mencionaré un episodio de mi época de estudios. Un compañero de composición salía de la biblioteca del entonces aún llamado Conservatorio Nacional de Música, en Buenos Aires; había realizado un hallazgo para él importante y despotricaba: "¿cómo puede ser que en el Conservatorio jamás me hayan hablado de la existencia de esta obra clave de Paul Hindemith?"

 

Responder a su pregunta retórica es irrelevante - posiblemente su maestro tampoco conocía tal obra. Pero el asunto de fondo es muy otro: el Conservatorio, el marco educativo, ¿está obligado no ya a dar todas las respuestas, sino a plantear todas las preguntas? Yo creo que no. Creo que el logro máximo de un Conservatorio, y acaso el núcleo de su finalidad, el eje de su razón de ser, es "encender el motor" de cada estudiante para que tome en sus manos su carrera y (empalmando con el episodio anterior) vaya a la biblioteca y se entere de qué compuso Hindemith.

 

En el momento en que el estudiante ha prendido su propio motor ya no es un estudiante, sino que hay que considerarlo un colega - seguramente con menos experiencia, pero colega al fin, un par. Y aquí se habrá logrado la transmisión del fuego. El resto es anecdótico.

 

* JMS *


[1] El mismo pensamiento se atribuye, con ligeras diferencias de formulación (acaso basadas en sus diferentes idiomas originales) a Confucio, Thomas Morus, Benjamin Franklin, Jean Jaurès, Ricarda Huch y al Papa Juan XXIII. Afortunadamente no estoy obligado aquí a establecer el origen real de esta cita.

[2] Mi opinión puede estar viciada de prejuicio, porque soy compositor.

[3] No hay que imaginar demasiado, es suficiente con examinar mi obra "Utopía Caminante" para cello y trombón, de 2000, escrita "a diez años de la muerte de Luigi Nono".

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